Estas bellas palabras cuentan lo ocurrido en chile aquel fatidico dia de 27 de febrero.
Un viñamarino que pasó el terremoto en las cercanías de Cobquecura y Dichato, en plena “zona caliente”, mientras estaba de vacaciones, narra en esta crónica cómo vivió este desastre natural. Uno que tiene a Chile entero juntando fuerzas para salir adelante.
Fotos y texto por Germán Gautier.
Mi viejo, un hombre racional, ya lo olvidó. Pero el día anterior al terremoto, estábamos compartiendo primos, hermanos, padres y abuelos en la playa Lompuya, a dos kilómetros de donde el mar se escapó el pasado viernes 27 de febrero para destruir uno de tantos pueblos de pescadores: Dichato.
Mi padre aquel día recordó algo particular: “Anoche soñé que había un maremoto y todos escapábamos”. Los sueños son sutiles manifestaciones que nos enfrentan a un abismo de realidades, pensé. Mi primo, divertido con el sueñito, le preguntó: “¿y en qué terminó el capítulo?”, mi viejo tomó la caña y se fue a pescar o eso intentó.
Esa misma mañana, según recuerdo, vimos bandadas de pájaros volar incesantemente hacia el norte (¿arrancando, dando avisos?), mientras yo entonaba una frase que me parecía sonar bien y la repetía como un karma estúpido: “salven a los niños, salven a los niños” ¿De dónde provino tanto mensaje ridículo? ¿Quién iba a pensar que mis vacaciones se tornarían en una tragedia y que con mi familia estaría en la zona “caliente” del terremoto? ¿Qué todo lo bello de los pueblos que conocía se iba a transformar en una nueva “zona cero”?
LA HISTORIA SE REPITE
Hace 16 años que nuestras vacaciones siempre las realizamos en las Vegas de Itata (a medio camino de Cobquecura y Dichato). Un poblado de un poco más de mil habitantes. Número suficiente como para que exista una escuela básica, una posta, un retén de carabineros, dos cantinas, una cancha de fútbol con arcos metálicos, un trío de almacenes y, como su nombre lo indica, mucha tierra para el sembrado de papas, porotillos y lentejas, que en invierno se inundan para transformarse en vegas. Lindo lugar, o en realidad, era un lindo lugar.
Los aldeanos dedicaban su vida a la agricultura, el lugar está ubicado a dos kilómetros de la desembocadura del río y los pueblos que lo siguen hacia el sur no son más que caseríos sin lugar ni nombre en los mapas: Perales, Purema, Burca, Merquiche, Puda. El camino ripeado costero ve nacer nuevamente el pavimento en Dichato. Luego: Tomé, Lirquén, Penco, Talcahuano, Concepción. Todos actualmente devastados por el terremoto y el posterior tsunami, lamentablemente.
La historia sísmica en la zona sobra en libros y bitácoras. El 20 de febrero de 1835, a las 11:30 de la mañana un terremoto afectó a la misma zona que actualmente vemos en ruinas. El 24 de enero de 1939 se produjo en Chillán el sismo que más muertes ha provocado en Chile: 30.000 perecieron y las construcciones de adobe y teja quedaron destruidas. El 21 de mayo de 1960 un nuevo terremoto, con epicentro en el Golfo de Arauco, destruyó la provincia de Concepción casi en su totalidad. Al día siguiente se produciría el desastre de Valdivia, el terremoto más fuerte de la historia desde que se tenga registro.
Eso sí, falta mucho para que el terremoto y posterior tsunami del 27 de febrero de 2010 termine por cuantificarse. Aún la gente masculla su dolor y las ondas sísmicas están todavía muy cerca como para hacer un balance definitivo. Los chilenos, coleccionistas de estos desafortunados desastres naturales, ya lo ubicamos en el ranking como el quinto peor del mundo.
“LA LOCUTORA, ADVIRTIENDO QUE NO HAY ALARMA DE TSUNAMI, SEGÚN LA ARMADA, NO UNA VEZ, SINO DOS Y TRES VECES”
El terremoto de marzo 1985 me lo perdí por 22 días. Sin embargo, 24 años después, debuté. Hubiera preferido no hacerlo, pero en estas tierras ya se ve que no hay cómo hacerle el quite. Antes de la sonajera de platos, tazas, vasos, cubiertos y todos esos materiales estridentes al caer, que ocupamos como utensilios, la tierra se despachó un ronquido terrorífico. Que te cala hasta los más profundo de tus huesos, que te llega al centro del cerebro.
Fue sólo un margen de segundos que en un sismo ‘normal’ hubiera servido para levantarse y estar en alerta. En este caso (junto a mi familia), fue el preludio de algo peor, de una pesadilla que aún cuesta despertar.
La secuencia pierde cuidado: pillar lo que fuera de abrigo, una linterna, salir de la casa, subir el cerro, abrazarse, llorar a oscuras en una noche que no olvidaremos. En el camino hacia arriba, vecinos descalzos, señoras en camisas de dormir, niños incrédulos, madres sin voz. La luna casi llena prestando un favorcillo con su luz tétrica hacía más insoportables las horas esperando el amanecer. Y las réplicas y los rezos, como si uno los estuviera llamando, invocando.
Cae algo de calma para prender la radio. Son pocas las estaciones que se oyen, primero por lo aislado de la zona y, segundo, por los daños acaecidos. La Pudahuel que rompe con la chicharra radial y un locutor de voz caribeña-gringa intenta desenredar su lengua, mientras de fondo las noches bailables “hasta que las velas no ardan”, no cesan con su tropicalismo. Suenan incoherencias: “Estaba con mi mujer en el auto y todo empezó a bailar…me vine a la radio”. Llamados, réplicas al aire, vacilación. La llegada de la Radio Bio Bio puso algo de tranquilidad cuando ya Pablito Aguilera se hacía insoportable. Y nosotros arriba en el cerro, con lo puesto, esperando el amanecer.
Mover las rocas que se desprendieron de las laderas de los cerros y los pinos que atravesaban la pista no fue difícil, hallar un lugar a salvo fue lo complicado: todo parecía en riesgo, que se desplomara, que subiera el río, que se saliera el mar, que se abriera la tierra.
Camionetas repletas de gente, autos hacia todos lados, caras asustadas y motos dando vueltas. Y perros siguiendo a las motos, claro. Caos. La radio poniendo serenidad, relatando lo que está pasando y pasó o podría pasar, los periodistas de oficio que se levantan, se dispersan y observan, los llamados pidiendo información, la locutora (que dicho sea de paso estaba de cumpleaños) advirtiendo que no hay alarma de tsunami, según la Armada, no una vez, sino dos y tres veces. Todo esto sucedía en la punta del cerro ¿Y abajo qué? ¿Dónde fue? ¿Qué hora es? Nada. Siguen los rezos, más fuertes, más invocaciones, más santos, más intranquilos. Y no, no hay tsunami, repiten.
Volver a casa, levantar vidrios rotos, ver rostros partidos de la pena y el dolor. Todos a salvo ¿Los otros? No hay comunicación. Incertidumbre. “Favor comunicar a Carmen que la familia está bien, el número es…”, los recados se entregan al voleo, es una cadena de favores. Una cadena de esperanza de un desastre inimaginable.
Sale el sol. Salimos a recorrer el pueblo y los adobes y las tejas en el suelo, casas dobladas, destruidas, nadie a la vista. Fantasmagórico. Desierto. En busca de señal para el celular llegamos a Perales, a dos kilómetros de donde ayer veíamos bandadas volando en orden. Allí, encontramos la magnitud de lo que había pasado. Gente sacando peces desde un charco en el camino, y a lo lejos la destrucción total. Absoluta. Este pueblo de pescadores, que viven frente al mar, que subsisten gracias a él, que lo conocen y lo respetan, fue arrasado por el incontrolable mar, violentado, quedó sin vida. Lo que se llamó avenida Las Playas no era más que un desierto de palos, techumbres, trajes de buzos, botes pesqueros, barro. Escalofríos. No había más que suponer, eso era una muestra de lo que zarandeó a Chile una noche de verano, en el año de su Bicentenario. En el año que todos soñábamos con empezar bien. LOV